

Este fin de semana pasado fui a San Ignacio Velasco, una pequeña ciudad al este de Santa Cruz, cerca de la frontera con Brasil, donde hace casi 300 años se abrieron paso entre la selva los jesuitas españoles para fundar esta ‘misión’. San Ignacio es una de las poblaciones de la provincia de los Chiquitos, cuyos habitantes, los chiquitanos, tienen este nombre por su estatura respecto a la de los jesuitas (creo que fundamentalmente vascos) que llegaron entonces.
Fuimos desde Santa Cruz en un autobús (aquí le llaman flota) y tardamos 11 horas en llegar (400 km), gran parte por carreteras de tierra y atravesando el río Grande por el único puente que existe por ahora: el del tren. El viaje, toda una experiencia. Nos alojamos en la casa de un cooperante español de forestales, que está allí en un proyecto maderero. El sábado conocimos el pueblo y la ‘misión’ (la iglesia de San Igancio de Lozoya, en la foto por dentro). Por la tarde fuimos a la charca.
El domingo nos invitaron a un ‘churrasco’ en una hacienda perdida entre la semi-jungla. Nos llevaba en su 4×4 un amigo del anfitrión,Joanes, un hombre sin duda generoso. Llovía a mares y nos perdimos por caminos y ciénagas. Tardamos dos horas en llegar, pero al final lo conseguimos. José, un chiquitano que nunca salió de la provincia pero que tienen una cuñada en España -aunque no sabía en qué ciudad- mató una vaca, nos la comimos y luego dimos una vuelta por los sombrados cercanos, donde miles de insectos nos atacaban a cada paso. Por suerte, Gary (un joven de San Ignacio) me dijo que hacía bastante tiempo que no se registraban casos de malaria. El Autan y el Relec forman parte ya de mi ADN.
Ese mismo domingo volvimos con otro autobús que era el doble de caro (12 euros en lugar de 6), pero sin duda el más cómodo que vi nunca. Nos comentaron que era el que se usaba antes para hacer la larguísima ruta Santa Cruz-Buenos Aires.
El próximo viaje es al Uyuni, el mayor desierto de sal del mundo. Traeré fotos 🙂
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